Sobre el papel de los medios de comunicación en el espacio público moderno y la importancia de las mediaciones

Renan Claudio Valdiviezo

Introducción

Los medios de comunicación de masas han sido por lo general unos actores problemáticos para las distintas perspectivas en torno al espacio público. No existen elementos que sean, a la vez, tan alabados y denostados en cuanto a las consecuencias que poseen en el mencionado espacio. Desde la teoría liberal, por ejemplo, se les reconoce la importancia que estos tienen como baluartes de la libertad de expresión, como manifestasiones del gusto y las actitudes de las audiencias, como agentes informativos más o menos fiables y como claros representantes de la opinión pública. Desde la otra orilla, sin embargo, las perspectivas críticas los acusan de, entre otras cosas, falsear la realidad, alienar a los sujetos, de ser transmisores directos de las formas ideológicas contemporáneas y de convertir la representación de la opinión pública en una ficción manipulable a intereses minoritarios (Schulz, 1997). Por supuesto, esta unilateralización de ambas posturas es más polémica que real. Sin embargo, los puntos medios tampoco son de gran ayuda. Señalar, por ejemplo, que el consenso y la discusión racional deben ser la medida para evaluar el impacto de la interacción en el espacio público mediático, ya que permite analizar el grado de dominación y el potencial emancipatorio que guarda éste, si bien es dejar de lado tanto la acidez crítica de una postura (que todo lo corroe) como el realismo ingenuo de la otra (que todo lo ensalza), es también compartir sus mismas premisas de partida en el estudio del espacio público[1].

Estas premisas se refieren a la relación existente entre la función de representación en el espacio público y los medios de comunicación. Esta función se da de dos formas y a partir de dos preguntas: la política, cuando se representa a la opinión pública o ciertas facciones de la misma en torno a ciertos temas de interés, y la epistemológica, cuando –desde los medios de comunicación- se representa la realidad exterior hacia los sujetos y las audiencias. En el primer caso la pregunta es “¿pueden los medios de comunicación representar de la manera “adecuada” (esto es, lo menos mediada posible) a la opinión pública y a sus intereses?”; en el segundo caso, la pregunta es la siguiente: “¿pueden las representaciones del público que se producen gracias a los medios de comunicación captar con alguna certeza las características estables del mundo exterior?”. Así pues, si bien la repuesta en torno a estas cuestiones puede variar según la perspectiva, lo resaltante es que en todos los casos se comparte una forma de concebir la representación: como la correspondencia entre un extremo y otro, como la equivalencia entre un estado de cosas pre-existente, que está “ahí afuera”, y el reflejo del mismo (que puede ser deficiente o no, transparente u opaco, existente o irreal). Todo ello sin tomar en cuenta el papel fundamental que (para bien y para mal) cumplen los medios de comunicación en las dos cuestiones en torno a la representación. Igualmente, cuando desde estas teorías, y a partir de las preguntas señaladas, se habla en torno a la comunicación, se toma de manera implícita o explícita una imagen sobre la misma muy cuestionable: la comunicación se ve como un flujo de contenido (discursivo o informativo) cuya constitución permanece más o menos estática a pesar de que cambia la materialidad de la manera en que se transmite. Es decir, se ignora el papel constitutivo de las mediaciones comunicativas y los efectos que esto puede producir en los públicos y audiencias.

Estas premisas se apoyan en una pre-condición: que lo “público” (al menos, tal y como es concebido cuando va dentro de la categoría “espacio público” o “esfera pública”) no sólo debe ser algo centralizado y regularizado por ciertas instituciones y actores, sino también –y con mayor énfasis- debe ser algo totalmente estabilizado, distinguible de antemano y fijo en el espacio social. Es decir, debe ser un conjunto “empaquetado” de elementos y relaciones que se despliegan previsiblemente en el entramado social y con consecuencias igualmente delimitables. Es por ello que la función de la representación (tanto en lo político como en lo epistemológico) debe ser la de un “modelo por correspondencia”: al no soportar los desvíos de las mediaciones, su imprevisibilidad, su apertura hacia la asociación de elementos dispares, debe postular la transparencia y la inmediatez de un extremo sobre el otro, a la vez que, claro está, no deja de descubrir la imposibilidad de las mismas[2]. Este modelo, que quizá haya servido para explicar la constitución de lo público en el pasado, como se verá luego, ya no se sostiene en la actualidad, la cual se caracteriza por una constante innovación en el repertorio de actores y de modificaciones en general que intersectan y abren nuevas rutas en su producción, traduciendo y conectando nuevos elementos en la participación de los colectivos sociales.

Para este texto, por otro lado, la “estabilización de lo público” se expresa en los “modelo canónicos” que se utilizan para analizar el espacio público moderno. Un ejemplo claro del mismo se encuentra en el texto de Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, reseñado y analizado en la primera parte[3]. Luego de ese primer punto, se analiza cómo con la introducción de los medios de comunicación de masas tal estabilidad ya no puede ser sostenida, ya que ellos –entre otras cosas- vuelven problemática la función de la representación en ambos de los sentidos ya señalados, descentralizándola, volviéndola difusa e inasible, pero sobre todo modificando de diversas formas la constitución de la misma, hasta el punto que terminan cuestionándola en su propia utilidad como categoría de análisis. Es por ello, que en los subsiguientes dos apartados se parte de un estudio del papel que –desde las distintas perspectivas del espacio público- se le han atribuido a los medios para poder señalar los supuestos implicados en ambas formas de concebir la representación y la comunicación. Paralelamente, se toca el tema de las mediaciones –tomando como necesario ejemplo a los medios de comunicación- y cómo ellas pueden servir para dejar que la “tiranía de los extremos” deje de ser un presupuesto fundamental en los estudios sobre el espacio público.

Una referencia canónica para comenzar: Habermas y el espacio público en la sociedad de masas

En Historia y crítica de la opinión pública, Jürgen Habermas describe el origen, el auge y la transformación estructural de la esfera pública burguesa. Según Jean-Marc Ferry, éste modelo de espacio público, junto con el de la polis griega, es uno de las «referencias canónicas» (1995:13) que se han utilizado desde distintos frentes intelectuales para explicar y criticar el funcionamiento de lo público en la modernidad, ya que traza el surgimiento y la decadencia de una forma típica de interacción en el espacio público. Es un modelo que, además, ha permitido producir una convergencia entre los estudios políticos y los comunicacionales (Dahlgren, 1997: 5).

En el caso del texto escrito por Habermas, la esfera pública burguesa se concibe como un espacio de institucionalización de la crítica hacia la Razón del Estado Absolutista europeo por parte de “las personas privadas [que] se reúnen en calidad de público” (1997:65). La interacción en la esfera pública, por su parte, contiene al menos tres supuestos básicos. En primer lugar, «se exige un tipo de trato social que no presupone la igualdad de status, sino que prescinde por lo general de él. Se impone, tendencialmente, frente al ceremonial de los rangos, el tacto de la igualdad de calidad humana de los nacidos iguales» (1997: 73-74). En segundo lugar, se rompe con el monopolio interpretativo de hechos relativos a variados ámbitos de la sociedad. Esto se logra debido a dos razones: uno, porque la discusión racional – que institucionaliza la crítica- implica la autoridad del mejor argumento, es decir, de las conclusiones ancladas en el mejor raciocinio que es aceptado –idealmente- a través del consenso. Dos, porque la mercantilización de las obras literarias, así como la de los periódicos y revistas, permitía tener un grupo (muy reducido si bien es cierto) informado y crítico de los acontecimientos sociales, lo cual ampliaba la discusión y la generalizaba a distintos ámbitos de la vida pública. Por último, se crea una opinión pública que pretende regir ciertos ámbitos del ejercicio público. Así pues, no es que los participantes fueran los representantes de la opinión pública; era más bien que ellos mismos la constituían. No la conducían, ni la lideraban. La establecían como tal. Ellos eran el público.

Sin embargo, con la ampliación de la esfera pública y con la difusión de los medios de comunicación de masas[4], el ideal del espacio público burgués –según lo concibe y explica el mismo Habermas (aunque junto con él muchos otros teóricos)[5]- comienza a perder peso ostensiblemente. La separación entre el Estado y la sociedad civil -que creó un espacio institucional para la esfera pública- empezó a revertirse, en la medida en que el Estado asumió un carácter cada vez más intervencionista y se hizo cargo cada vez más de la responsabilidad de administrar el bienestar de los ciudadanos, y en la medida en que los grupos de interés organizados se impusieron crecientemente en el proceso político. Al mismo tiempo, las instituciones que una vez proporcionaron un forum para la esfera pública burguesa, o bien desaparecieron, o bien sufrieron un cambio radical. La significación de los salones y las casas de café declinó, y la prensa periódica se convirtió en parte de una gama de instituciones de medios de comunicación que fueron organizados como empresas comerciales a gran escala, teniendo únicamente a la ganancia económica como estímulo para la producción y circulación de información[6].

Así pues, con la disolución de la esfera pública burguesa, la vida pública en las sociedades modernas ha tomado, según la propia expresión de Habermas, un carácter casi feudal. Las sofisticadas técnicas de los nuevos medios de comunicación son empleadas para dotar a la autoridad pública de la clase de aura y prestigio que fuera una vez otorgada a las figuras reales por la publicidad escenificada de las cortes feudales. Esta «refeudalización de la esfera pública» (1997: 261-274) transforma la política en un espectáculo dirigido en el que los líderes y los partidos pretenden, cada vez que sea necesario, la aclamación plebiscitaria de una población despolitizada. La mayoría de la población está excluida de la discusión pública y de los procesos de torna de decisiones, y es manejada como un recurso que permite a los líderes políticos obtener, con la ayuda de las técnicas massmediáticas, asentimiento suficiente para legitimar sus decisiones políticas.

Así pues, la situación de la esfera pública actual es la de una rotunda crisis. Con la llegada de la “sociedad de masas” se ha perdido el sentido crítico y la participación efectiva del público en asuntos concernientes al interés general de la sociedad. Tal como lo señala Habermas, resumiendo su perspectiva sobre este cambio:

Faltan las dos condiciones necesarias para que ésta [la esfera pública en su “forma ideal”] se dé: las opiniones no se forman de un modo racional, esto es, en conciente polémica con estados de cosas cognoscibles (sino que los símbolos públicamente ofrecidos se corresponden más bien con múltiples procesos inconscientes, cuya mecánica escapa a los individuos); ni se forman en discusiones, esto es, en los pros y los contras de un diálogo públicamente sostenido (sino que las reacciones se mantienen, más bien, a pesar de estar muy mediatizadas por las opiniones de grupos, en el terreno de lo privado –de lo privado en el sentido de que no están sometidos a corrección en el marco del público raciocinante-). De modo que el público de ciudadanos, desintegrado como público, llega a estar tan mediatizado por los instrumentos publicísticos que puede solicitársele para la legitimación de compromisos políticos sin que sea por otra parte capaz de participar en decisiones efectivas, o de participar tout court. (1997: 247, Énfasis mío).

Ahora bien, el libro de Habermas sobre la esfera pública burguesa es de gran importancia para los estudios del espacio público no sólo, como se señaló, por estudiar y crear una “referencia canónica” sino también porque en sí mismo representa (al menos en sus presupuestos principales) una serie de corrientes teóricas por lo demás disímiles entre sí por sus propuestas que conciben el problema de la constitución de lo público en las sociedades modernas como uno de los temas fundamentales para la institución de un verdadero colectivo democrático (Dahlgren, 2002). Tanto en la constitución del “modelo ideal burgués” de espacio público como en su crítico y pesimista diagnóstico sobre la transformación del mismo con el advenimiento de la sociedad de masas, Habermas hace eco de una forma (muy difundida) de estudiar la publicidad (es decir, de aquello que tiene el estatuto de ser “público”) que contiene dos presupuestos normativos, ambos relacionados con la cuestión de la representación. En un caso, es la representación de la opinión pública a través de y desde los medios de comunicación, en el otro, la representación de la realidad que el público construye a través de los mismos. Es decir, se está ante una cuestión política y ante una cuestión epistemológica. Ambas cuestiones, cabe decir, se relacionan –aunque no únicamente- con la problemática introducción de los medios de comunicación de masas en el espacio público. Ambas cuestiones, igualmente, dejan de lado el problema de las mediaciones a la hora de abordar sus respectivas temáticas. Ambas cuestiones, por último, se relacionan entre sí para poder delimitar y centralizar la definición de lo “público” en las sociedades modernas. Estas tres problemáticas se abordarán en los siguientes apartados, esbozando al final de cada uno de ellos una manera alternativa de poder comprender los medios, aunque sólo sea porque tales esbozos sirven para definir de una manera adecuada los contornos críticos que contiene cada sección. Es decir, cumplen una función propositiva y heurística a la vez.

La constitución de la representación de la opinión pública

¿Por qué la representación de la opinión pública con la llegada de la sociedad de masas resulta un tema tan incómodo para las diferentes perspectivas en torno al espacio público, incluida, por supuesto, la elaborada por Habermas? (Schulz, 1997; Durham, 1997). La respuesta es relativamente simple: la sociedad de masas –sea como fuese que se le conceptualice- siempre implica la dispersión manifiesta y legítima de los distintos grupos sociales, de sus gustos, de sus opiniones, de sus formas de actuar en general. La heterogeneidad de puntos de vista e intereses le es intrínseca. Por lo tanto, cualquier intención de unificarlos a través de un solo tipo de representación no es sólo una tarea virtualmente imposible sino también una acción potencialmente homogenizante, que puede suprimir diferencias en nombre del sistema que precisamente las debe garantizar: la democracia. Pero si esto es así ¿por qué entonces distintos tipos de intelectuales han tomado esta tarea unificadora (ya sea en su versión propositiva o crítica) como uno de los grandes problemas del espacio público en la modernidad?[7]

Una respuesta posible tiene que ver con la introducción de los medios de comunicación de masas en el espacio público. Y es que con la llegada y proliferación de los mismos la mencionada (y deseada) participación e interacción pública general (la cual permite la generación ‘adecuada’ de la opinión pública) llega a convertirse en una posibilidad real. En efecto, los medios de comunicación –quién puede negarlo- poseen un efecto de reunión de disímiles grupos y colectivos[8]. Ellos –los medios de comunicación- han creado y permitido nuevos lazos y conexiones entre los seres humanos y el mundo que los rodea. Sin embargo estos medios también han servido para dispersar al público, para atomizarlo en lo que concierne a las acciones públicas debido a que, paradójicamente, su consumo y utilización por lo general se circunscribe a lo que se conoce como “esfera privada”. Más aún, es gracias a estos medios que la misma división entre lo “privado” y lo “público” queda cuestionada en todos sus niveles, desde el jurídico hasta el cotidiano. Es decir, los medios de comunicación de masas, a la vez que producirían la posibilidad de crear una comunidad política públicamente unificada y relacionada gracias a ciertos temas en común, también producirían lo opuesto: la dispersión del público, de sus acciones, intereses y preocupaciones.

Señalaré brevemente el caso (por demás representativo) de la televisión. Al decir de Michel Gheude, «la televisión reúne a toda la sociedad, pero no por eso la sociedad está unificada». (1997: 292). Y es que, tal como lo señala el título de su artículo, la televisión permite una “reunión invisible” de distintos tipos de espectadores y audiencias que se relacionan a la distancia a través de la pantalla. No obstante, esta relación está condenada a la invisibilidad debido a esa misma distancia (no sólo física, sino también cultural, económica, social, etc.) existente entre los participantes, lo cual hace que «la reunión televisual permita entonces que se forme una comunidad cuyos miembros se definen por su voluntad común de ignorar que pertenecen a una colectividad» (1997: 286). Esto hace que los medios de comunicación de masas (representados, en este caso, por la televisión), cuando son tratados por ciertas teorías del espacio público moderno, se vuelvan elementos disruptores de la participación en los espacios públicos porque finalmente se les atribuye la ineficacia en la movilización de aquellos sujetos que –en tanto partícipes potenciales de la opinión pública- deberían hacerse presente de alguna forma en el debate de las cuestiones de interés general de una sociedad. Cuestiones de interés que, he ahí la paradoja, son a la vez publicitadas y masificadas por los mismos medios de comunicación que terminan por “ocluir” la participación que debería ser concertada en aquellos[9].

Sin embargo, esta concepción de los medios de comunicación en tanto intermediarios de una opinión pública supuestamente unificada y preocupada a priori por asuntos en común responde a una forma de concebir la representación en los espacios públicos que presupone una relación por correspondencia entre dos tipos de grupos. En efecto, tal como lo señala Noortje Marres (2005) para el caso de John Dewey (pero generalizándolo hacia otros autores), en gran parte de las teorías de la representación de la opinión pública se asume que en tanto los temas que ésta trata son de interés general (y en tanto estos son publicitados masivamente por los medios), la participación pública debe corresponder al grupo de personas afectadas por los mismos, estableciendo entonces una relación necesaria y transparente entre el colectivo que es afectado y el que efectivamente se moviliza (o llega a movilizarse). Existirían, entonces, dos tipos de públicos: uno, pre-existente, que está constituido por los actores que son afectados por un tema en particular o, en caso de un normativismo mayor, que estaría constituido por toda la opinión pública en general; y, otro, el que en realidad se ha movilizado políticamente y que, en tanto tal, debería corresponder con la representación del primero. El esquema podría formularse de la siguiente manera: primero existe un público, luego llega a ellos –a través de distintos canales- un tema en particular que se vuelve de su interés, lo cual lleva a que exista un “nuevo” público que (ya sea en su totalidad o en su equivalente representativo) corresponde al primero y que discute y trata el tema en cuestión tal como lo podría hacer el primer público.

Según Marres, es posible comparar esta forma de conceptualizar la representación del público con la manera en que el clásico “modelo por correspondencia” propio de la epistemología moderna concibe la representación de la realidad exterior. Como se sabe, resumiéndolo en aras de la brevedad, éste modelo postula a un sujeto que (a través de ciertos pasos a seguir, es decir, a través de cierto método) pretende representar de una forma inmaculada y lo menos mediada posible una realidad exterior que, claro está, “siempre estuvo allí”, en toda su potencialidad, lista para ser expuesta por la mente de aquel. Cuando esto ocurre, entonces, se puede decir que se representa una verdad. Para Marres, la misma lógica se pone en práctica en la concepción de Dewey en torno a la forma en que se establece la formación y representación de un público.

En lo que se refiere al modelo por correspondencia de la verdad, filósofos como Richard Rorty y Bruno Latour han mostrado que éste hace imposible apreciar la formación del conocimiento como un proceso productivo, esto es, como un proceso que necesariamente involucra trabajo: éste [modelo] reduce el conocimiento a una repetición de verdades y hechos que luego se dice que ya existían “allá afuera”. La doble concepción del público de Dewey podría fácilmente ser usada para construir un modelo similar. La democracia sería entendida entonces como el logro de la equivalencia entre el público que existe “allá afuera” como algo dado y el público como una entidad organizada que aparece involucrada en acciones políticas. Pero, como en el modelo por correspondencia de la verdad, este tipo de modelo falla en apreciar el trabajo que necesita ser hecho, esto es, la organización de un público como un proceso de mediación positiva. (Marres, 2005; 62. Énfasis mío. Traducción propia.).

Esta falta de atención hacia las mediaciones y el trabajo de movilización que deben extenderse para poder producir un público, para poder hacer que éste se interese en ciertos temas, parte del propio modelo teórico que se tiene sobre el espacio público moderno. Y es que aun «hoy en día el Ágora ateniense, el foro romano, los cafés londinenes, los concejos municipales de New England o la iglesia afro-americana cautivan la imaginación de los pensadores democráticos »(Durham, 1997:8; traducción propia). Esto debido a que la proximidad física supuestamente deja de lado cualquier forma de mediación, ya que constituiría una representación transparente, es decir, una representación que estaría acorde con el modelo por correspondencia al cual se ha aludido líneas arriba[10].

La distancia en el tiempo y el espacio y la dispersión que se establecen en la sociedad de masas, entonces, se configuran como un límite conceptual poco tratable para una reflexión sobre la misma que –tomando el modelo canónico de espacio moderno arriba esbozado- quisiera tomar en cuenta la formación activa y constituyente de los públicos a través de la movilización y asociación de ciertos actores y recursos. La representación –desde la perspectiva de este modelo- correría peligro ya que no se correspondería con un supuesto público pre-existente. Este problema surge cuando la teoría del espacio público se centra en los extremos de la formación del público y no en sus mediaciones activas y constituyentes[11]. Al hacer lo primero crea un vacío imposible de llenar, produciendo un juego de suma cero donde todo lo que hay en un extremo debe ser representado en el otro. Esto se verá con más atención en el tercer apartado.

Los medios de comunicación y el problema epistemológico en el espacio público

Retomemos el apartado anterior por un momento. ¿Qué pasa cuando desde una teoría del espacio público moderno se constata que la representación de un público no se condice con la del público potencialmente afectado? ¿Qué pasa cuando esto se vuelve un “rasgo estructural” del mencionado espacio? O dicho de otra manera: ¿qué ocurre cuando se llama la atención en torno a la crisis de los “modelos” del espacio público moderno? ¿A quién culpar? La respuesta es por lo general unánime: ¡a los medios de comunicación!

¿De qué se le acusa a los medios de comunicación de masas en este caso? Dos son las denuncias más comunes, aunque por lo general se les menciona sin una diferenciación clara: la primera se refiere a la falta de veracidad de las representaciones que esta expone; la segunda gira en torno a la calidad o la intensidad de las experiencias directas. En el primer caso, los medios no permitirían una representación ‘realista’ del mundo a las audiencias, esto es, se pondría en tela de juicio la fidelidad de las representaciones sobre la realidad exterior, lo que constituiría (o podría constituir) un engaño a la gran mayoría de gente que presencia ciertos acontecimientos a través de los medios; en el segundo caso, no servirían como fieles intermediarios para las experiencias “reales”, es decir, se les acusa de someter a la realidad a una cantidad cada vez mayor de mediaciones, razón por la cual aquella se estaría alejando inevitablemente de la experiencia humana (y ésta solo terminaría “disfrutando” de ‘simulacros’, de pura ideología, etc.). En ambos casos –claramente relacionados entre sí- existe un problema de tipo epistemológico (Durham y Rothenbuhler, 1997).

Aclararé este último aspecto. Por “problema epistemológico” quiero hacer referencia a un conjunto de proposiciones teóricas que, en este caso, cuando tocan el tema del espacio público, pretenden responder a la pregunta ya mencionada en la introducción: ¿pueden las representaciones del público (o públicos) que se producen gracias a los medios de comunicación captar con alguna certeza las características estables del mundo exterior? (Latour, 2001a). Esta pregunta, como se puede deducir fácilmente, parte de tres presupuestos centrales:

Que existe una realidad objetiva que es completamente exterior a aquellos que la aprehenden.
Que, en contrapartida, existiría un mundo subjetivo que (ora de manera vacilante y tímida, ora de manera firme y categórica) establece algún tipo de conexión con la realidad exterior. Esta conexión se produce a través de ciertos medios y puede ser calificada como buena, regular o mala.
Que los medios de comunicación no son actores de la realidad exterior, sino más bien que deben ser su espejo, es decir una forma de intermediación pasiva de aquel, y que, en tanto tal, al estudiar su funcionamiento (ya sea por sus efectos o por las representaciones de los mismos) se puede distinguir entre, nuevamente, una buena, regular o mala representación /reflejo/ expresión de aquella[12].

Estos supuestos, por su parte, llevan implícita la concepción de que la comunicación es solamente un flujo de contenidos, ya sean estos de tipo informativo o discursivo (o ambas cosas a la vez), que sin importar el tipo de medio por el cual sea transmitido se mantiene igual en todas sus formas, esto es, la diferencia entre un medio u otro es poco importante ya que estos serían simplemente meros transmisores de lo que “verdaderamente” importa: la información y/o los discursos cuya solitaria fuerza para delinear los contornos comunicativos y los efectos que ello produce son suficientes para la sociedad. En todo caso, si los medios de comunicación influyen en este sentido es para cortar o distorsionar este flujo, es decir, su ingerencia se interpreta en términos de una causalidad negativa que en sí misma sirve para explicar la decadencia del espacio público.

Ahora bien, las dos acusaciones señaladas líneas arriba son, por lo general, las razones estándar que se dan para contestar negativamente o con ciertos reparos a la pregunta formulada previamente y que se ciñe a los presupuestos ya indicados. Si bien ambas razones tienen una raíz común (el problema de la mediación de la “realidad exterior” en tanto condición epistemológica y una concepción “purista” de la comunicación), sin embargo se diferencian en el siguiente punto: en el primer caso se establece que los medios de comunicación de masas son un deficiente mediador entre la realidad y las audiencias, mientras que en el segundo caso se pretende señalar que existirían formas más “directas” que la de los medios para poder producir ciertas experiencias. Con el primer caso hay una cuestión de fidelidad, con el segundo una cuestión de intensidad.

Ambas acusaciones, sin embargo, al fundamentarse en la concepción de la comunicación como un flujo de contenidos pierden de vista la acción de los mediadores. Y es que, para explicarlo poniendo una analogía, pretenden que la comunicación sea como una cantidad determinada de líquido que, dependiendo de la situación, va de un recipiente a otro sin que nada en él cambie en lo fundamental. Por supuesto, diría este tipo de teoría, una cosa será poner el líquido en un vaso y otra en una jarra, pero queda claro que el contenido al ser traspasado es (debe ser) el mismo. El problema, continúa la teoría, surge cuando ocurre una de dos cosas: cuando el recipiente esta sucio y contiene otros elementos que manchan la constitución del líquido mencionado o cuando el recipiente tiene algún punto de escape o ruptura que hace que éste no permanezca en el mismo. Ahí radicaría la dificultad[13].

Así pues, en la primera acusación los medios de comunicación de masas serían una especie de “recipientes contaminados”, cuya forma de representar/transmitir la realidad se pondría en cuestión, teniendo en cuenta además que existirían otros “recipientes” que traspasarían un líquido mucho menos mezclado con impurezas, como el caso clásico de los textos escritos. O dicho de otra forma: existirían medios que sí transmitirían de forma “pura” y no distorsionada ciertos contenidos comunicacionales, mientras que otros lo modificarían inevitablemente.
En el segundo caso los medios de comunicación se verían –como ya se señaló- como unos recipientes que poseen algún punto de fuga por el cual discurriría el contenido que “verdaderamente” importa, por lo que el traspaso es mínimo, cuando no reemplazado por otros elementos, tales como ciertos discursos o ideologías. Así pues, es probable que en vez de algo de “realidad”, el sujeto (o el público) reciba algún pobre sustituto que lo mantendría despierto pero, eso sí, mucho más alejado de los hechos “importantes”.

Sin embargo, ambas acusaciones pueden ser abiertamente cuestionadas si es que se toma en cuenta la acción de mediación que se produce en la intervención de los medios de comunicación en la esfera pública. Esta acción presupone, en primer lugar que

Los medios [de la sociedad de masas] no cambiaron la naturaleza de la comunicación, alterando, por ejemplo, de un modo u otro, su fidelidad. Antes bien han hecho que el funcionamiento de la explicación se haga más evidente. Muestran que la comunicación no funciona como un acercamiento de segundo orden a la realidad, sino que constituye en sí misma o produce realidad (Durham y Rothenbuhler, 1997: 37, énfasis mío).

De esta forma, por ejemplo, se puede señalar que antes de poder decidir si los textos escritos son “recipientes” más o menos contaminados que la radio o la televisión (es decir, analizar si es que el contenido que en ellos se traspasa se condice o no con la realidad exterior), es analíticamente más fructífero pensar en estas tecnologías como herramientas de producción de información y conocimiento que permiten traducir de un modo material a otro un tipo de contenido y, por ende, modifican la manera en que el mismo es aprehendido. Es decir, que la analogía del traspaso del líquido para concebir el proceso comunicacional falla rotundamente porque concibe a los distintos medios como meros transmisores de un contenido o fuerza social que en sí misma es inmodificable y no como actores que cambian la trayectoria misma del contenido, ya que implican toda una serie de conexiones y articulaciones que inciden en la comunicación. Esto quiere decir que los medios de comunicación son también mediadores, dispositivos sociales que –junto a otros elementos- inciden de manera directa en la conformación de la esfera pública.

Es a partir de ello que afirmar, junto con Marshall Mcluhan (1964), que “el medio es el mensaje”, implica señalar que los medios de comunicación deben verse, en primer lugar, como actores activos que forman parte de la realidad y que permiten establecer cierto tipo de conexiones con otros actores y acontecimientos ya que –entre otras cosas- su forma material altera en principio las percepciones y los patrones de recepción del contenido del mensaje (Mcluhan, 1964: Cap. 1)[14]. Y es que, según este autor, la tan repetida como incomprendida frase

Significa señalar que las consecuencias personales y sociales de cualquier medio – esto es, de cualquier extensión de nosotros mismos- resulta en una nueva escala que es introducida en nuestros asuntos por cada medio o por cada nueva tecnología. (1964: 7)

Porque el “mensaje” de cualquier medio o tecnología es el cambio de escala o ritmo o patrón que éste introduce dentro de los asuntos humanos. El ferrocarril no introdujo el movimiento o la transportación o la llanta o el camino en la sociedad, sino que aceleró y alargó la escala de funciones humanas anteriores, creando nuevos tipos de ciudad y nuevos tipos de trabajo y entretenimiento. (1964: 8)

[Y es que] es el medio el que da forma y controla la escala y los contornos de las acciones y asociaciones humanas. (1964: 9)

Así pues, aquellos efectos que producen los medios de comunicación difícilmente pueden ser comprendidos desde la analogía de los recipientes debido a que la mediación que éstos producen implica que la información se da a través de la transformación, lo que a su vez cambia el mismo patrón de emergencia del primero. Y es que sólo si se toma por sentado que el medio es un elemento pasivo, es decir, que su aporte es tan pobre que no debe ser tomado en cuenta en el proceso de comunicación, es que puede adoptarse este tipo de comprensión. Resulta claro, sin embargo, que limitarse a esta perspectiva es negarse a incluir todo un entramado de interacciones, relaciones y consecuencias que hacen de los medios de comunicación un conjunto de actores de una riqueza y aporte en la conformación de colectivos digno de análisis y estudio. Y es que, siguiendo el ejemplo dado por la frase citada de Mcluhan, es como si se estudiase el impacto y la constitución de un medio de transporte analizando sólo el tipo de elementos que éste puede llevar consigo y no los asuntos que probablemente sean mucho más interesantes e importantes, tales como el medio por el cual los lleva (si es por agua, tierra o aire) y la organización y los actores necesarios que se necesitan para desplegar este tipo de movimiento. Lo mismo ocurre si es que al analizar los efectos de los medios nos contentáramos en ver, siguiendo con el ejemplo, cuánta gente o cosas pueden ir de una estación de tren a otra, y no las capacidades y actitudes que el medio (en este caso el tren) habilita en las sociedades de las cuales forma parte. En este sentido, la radio o la televisión (por no mencionar la computadora y demás desarrollos tecnológicos) no son pues solo el audio y la imagen que transmiten; son también agentes (mediadores) que poseen una morfología, unas instituciones y unos elementos que los constituyen y hacen efectivo su accionar. Lo mismo ocurre con el texto escrito y con la palabra oral.

Ahora bien, durante la primera parte de este apartado se ha hablado de una “condición epistemológica” que se tomaría –desde las teorías sobre los espacios públicos modernos- como medida para ver la manera en que los medios de comunicación representan la “realidad exterior” ante las distintas audiencias. La pregunta que queda es, entonces: ¿Para qué serviría –bajo los términos de estas teorías- una representación ‘adecuada’ de la realidad exterior? Pues, para poder fundamentar el verdadero y legítimo (y, se podría agregar, centralizado) ejercicio de la opinión y la participación pública, según las teorías del espacio público (Dahlgren, 2002; Marx Ferree, Gamson, Gerhards y Ruch, 2002). Es en este punto donde la epistemología y política convergen a la hora de analizar el papel de los medios de comunicación en el espacio público moderno.

La convergencia entre epistemología y política en el espacio público y el problema de las mediaciones

Una de las principales características de los “modelos canónicos” sobre los espacios públicos modernos es que, de alguna u otra forma, conceptualizan la acción y la opinión pública (sobre todo cuando esta refiere a cuestiones políticas) como algo centralizado o, en todo caso, que está regularizado por ciertos actores e instituciones, así como por diversos procedimientos y fórmulas comunicativas, que deberían canalizarlas, producirlas, contenerlas y mantenerlas (Ferry, 1995). Aún cuando se admite que puedan existir ciertas formas de dispersión en la producción de los públicos, es de resaltar la manera en cómo la centralización de este tipo de asuntos (y de todas las lógicas y formas de acción que le son constitutivas) se propone como un objetivo deseable en las distintas perspectivas sobre el espacio público[15]. El texto de Habermas sobre la transformación estructural de la esfera pública burguesa es, en este sentido, paradigmático, y debido a ello se la ha citado de manera relativamente extensa en la primera parte de este texto. Y es que si bien este autor concibe la relación que existe entre la comunicación y los medios que la producen con las acciones y hechos públicos y políticos que se suceden en las sociedades modernas (así como también reconoce que aquellos surgen desde distintos espacios y formas de reunión – como los cafés, los clubes literarios, etc.-), no por ello deja de postular una forma centralizada de producción de lo público y de los públicos, concebida esta centralización como la manera más adecuada para asegurar tanto una representación transparente de la opinión pública como de cerciorarse de que la fiabilidad y la intensidad de los hechos que son tema de interés para la discusión pública sea la correcta. Recordemos, en este sentido, las dos condiciones necesarias que postula Habermas para el funcionamiento de la esfera pública: que las opiniones se formen de un modo racional (entendido esto último como aquella opinión que se produce a través de los medios y la información correcta, es decir, a través de los medios escritos o medios que adopten la lógica propia de los mismos) y que se formen en diálogos y discusiones públicas cuya representatividad sea correspondiente con el grupo que debería movilizarse (lo cual se logra a través de la existencia de instituciones y medios que si bien pueden variar están delimitados necesariamente para tal fin , es decir, les rige una lógica intrínseca e identificable de antemano).

Debido a ello, el principal escollo empírico y teórico que ésta perspectiva debe afrontar (y junto con ella todas aquellas que se basan –implícita o explícitamente- en los modelos canónicos sobre el espacio público) es la introducción de los medios de comunicación en el mencionado espacio. Esto debido a que ellos ponen en el tapete un problema que, como se ha visto, en los modelos es poco resaltado y analizado: el problema de la mediación tanto para las cuestiones de la representación como para las cuestiones epistemológicas y comunicacionales[16]. Es por ello que a partir de un análisis sobre el papel que se les da a los mismos se puede entrever las deficiencias en este tipo de enfoques. Los medios de comunicación de masas, por lo tanto, nos muestran los límites intrínsecos de estas perspectivas. Límites que se crean –y esto es lo último que pretendo argumentar- debido a la manera misma de concebir lo público en las sociedades modernas. Es en este preciso punto donde la convergencia entre epistemología y política se vuelve clara y sintomática.

En efecto, algo que ha quedado latente en los dos últimos apartados es que por lo general las perspectivas que utilizan los modelos canónicos del espacio público moderno no sólo pretenden centralizar la representación y la opinión pública, sino también –y con mayor énfasis- tratan de delimitar lo “público” como si fuera un tipo de material distinguible de otras formas de interacción social, así como –por ejemplo- una molécula de agua puede diferenciarse de una de aire. Y esto porque se supone que en lo “público” deben participar cierto tipo de actores e instituciones, bajo cierto tipo de lógicas y teniendo en cuenta ciertos tipos de interacción. Así pues, lo público se vuelve algo totalmente estable, fijo en el escenario social, determinable de antemano, como si fuera concebible gracias a una combinación establecida de elementos ya conocidos.
De esta forma, la relación entre los dos sentidos de la representación (el epistemológico y el político) en el espacio público permitía soldificar esta distinción de lo “público”, haciendo del mismo un material que –sobre todo en las perspectivas que establecen su decadencia en la época contemporánea- poco a poco se va desgastando, teniendo a los medios de comunicación de masas como su principal agente corrosivo. Es decir, estas teorías, al marcar la caída de los modelos de espacio público “ideales” debido al mal funcionamiento de las dos formas de representación y comunicación, tratan de mostrar el deterioro de ese elemento (conocido, previsible y distinguible), el cual es producto de unos actores –los medios de comunicación- que no harían más que disolver el mismo con los efectos que provocan.

En este punto cabe mencionar lo crítica establecida por Bruno Latour (2008) en torno lo que él denomina la “sociología de lo social”. Para este autor una “sociología de lo social” es aquella que concibe lo “social” como un espacio delimitado, como un conjunto establecido de relaciones que, además, sirve para explicar otro estado de cosas. Así pues, el derecho o la religión tendrían una dimensión “social” que sería –dentro de estos dominios- de una sustancia perfectamente distinguible a otras relaciones. Lo social, entonces, sería un conjunto “empaquetado” de actores, lógicas e interacciones que se añadirían a una entidad o acontecimiento en particular y que permitiría explicar una parte o la totalidad de su funcionamiento. Lo mismo sucede con la concepción de lo “público” por el tipo de perspectivas que se han señalado. Como se ha podido ver, en ellas a los actores se les restringe por anticipado la manera en que actuarán y producirán ciertos efectos y conexiones en este tipo de escenario. Lo “público”, por tanto, también ha sido empaquetado y puesto dentro del envoltorio (más grande pero igualmente delimitable y previsible) de lo “social”.

Así pues, y como último tema pendiente, ya es posible responder de manera adecuada a la siguiente pregunta: ¿por qué, entonces, son los medios de comunicación de masas unos elementos tan problemáticos para las teorías sobre el espacio público? Pues porque ellos, de una manera u otra, descentralizan lo público, dislocan tanto su constitución como sus consecuencias, tanto a la hora de la representación de las audiencias y públicos como en la mediación y producción de información sobre la “realidad exterior” hacia aquellos, así como en la concepción y estatuto de la comunicación en el espacio social. Gracias a los medios (aunque no únicamente por ellos) el estatuto de lo que es público pierde (al menos potencialmente) cualquier identificación necesaria con cierto tipo de actores, instituciones y lógicas. Ahora lo público se encuentra (potencialmente) difuminado por las distintas maneras en que se da la interacción social. Lo cual, por supuesto, no es lo mismo que decir –tal como lo hacen gran parte de las teorías construccionistas- que “todo es público”. Sino, más bien, que lo público puede ser producido desde distintos frentes, utilizando múltiples recursos y formando parte de distintos colectivos, asociando elementos (potencialmente) dispares sin que eso constituya un problema para el análisis en sí. Esto implica, en gran medida, concebir los asuntos públicos como elementos que poseen una trayectoria que puede ir agregando (o dejando de lado) distintos tipos de actores, los cuales se organizarían en torno a los mismos y gracias a ciertas formas de mediación. Así pues se deja de lado una visión de los hechos públicos como algo que simplemente sucede, que tiene una existencia totalmente autónoma y delimitada, surgiendo prácticamente de la nada, y se pasa a ver cómo es que aquellos se producen paso a paso, gracias al trabajo y organización de los actores y procesos involucrados (Marres, 2005).

Esto último termina resultando relativamente evidente una vez que se presta aunque sea una atención mínima al impacto que han tenido las nuevas tecnologías de la información en el espacio público. Más aún, es a partir de estos que la ineficacia de los “modelos canónicos” del espacio público moderno se vuelve algo totalmente obvio, tanto de manera contemporánea como probablemente para otras épocas. Tomemos el caso, estudiado por Joaquín Yrivarren (2008), de la introducción del voto electrónico (e-voto) en la elección de los delegados de la Juntas Vecinales del distrito de Miraflores en Lima. El punto central del artículo gira en torno a cómo es que en el ejercicio de la democracia a través de la votación se agregan no sólo instituciones, organizaciones y grupos sociales determinados que permiten la ampliación de las distintas formas de producir el voto (distintas de la forma “tradicional”, a través del papel previamente marcado que se introduce a la urna), sino también las mismas tecnologías de votación introduciéndose «en la trayectoria de la gestión pública, convirtiéndose en sus aliados, en actores de la propia gestión»,a la vez que «las personas, autoridades e instituciones se introducen en la trayectoria de las TIC [tecnologías de la información y comunicaciones], haciendo de su vida pública un asunto tecnológico» (Yrivarren, 2008: 87). Así pues, en el texto mencionado se hace una descripción detallada de cómo es que se produce esta convergencia entre lo social y lo tecnológico cuando en la elección de los delegados de la Juntas Vecinales se promociona el voto a través nuevos medios, tales como el Internet y las pantallas táctiles, y lo que ello implica para el ejercicio democrático de las instituciones y las personas. Y es que esta introducción de nuevos medios, lejos de ser sólo la transposición de una forma de hacer mensurables lo votos a otra, trajo entre los electores y organizaciones toda una serie de debates y cuestiones de incertidumbre sobre cómo constituirse como un colectivo democrático a través de las nuevas tecnologías (o a través de la ausencia de las mismas). Esta nueva forma de concebir los asuntos públicos se contrapone a la forma centralizada de los modelos canónicos reseñada líneas arriba, que verían en tal innovación tecnológica, tal como advierte el mismo Yrivarren, un asunto “meramente” tecnocrático que no cambiaría lo que “verdaderamente” importa: el ejercicio de lo público y la democracia (en este caso a nivel local) a través de actores previamente conocidos –la municipalidad, la ONPE, el JNE, los juntas vecinales, los electores- que se relacionan a través de prácticas estabilizadas –la capacidad de imponer la normatividad institucional, la “conciencia” ciudadana, etc.-. Así pues, se ve graficada la centralización (teórica) de lo público ya que

A nivel académico, parece haber un acuerdo por el que se prefiere no abordar este tipo de experiencias de innovación, sino más bien ir en busca de cuestiones de fondo. Por ejemplo, la discusión en torno a determinados principios de la democracia (representativa o participativa) o de los modelos estándar del e-gobierno. Ello parece subrayar una suerte de bifurcación (Whitehead 1968), según la cual existirían dos bloques: el que correspondería a las reuniones de personas, sus intenciones y sus asuntos institucionales; y el que albergaría a las máquinas, dispositivos y objetos técnicos. A despecho que en la práctica de innovación del e-gobierno se hibridan constantemente todos estos elementos, se suele insistir en separarlos. (Yrivarren, 2008:86).

Y es que en el artículo escrito por Yrivarren se muestra cómo se da esta hibridación, juntando –como dos partes de un mismo asunto- la construcción de nuevas prácticas ciudadanas con la preocupación y discusión colectiva en torno al impacto y tipo de tecnologías a utilizar, convirtiendo a las cosas en asunto colectivo y no sólo en algo que se mide a través de la eficiencia. La democracia, por consiguiente, ya no es sólo una práctica propia de los sujetos e instituciones sino también de los objetos y aparatos tecnológicos que la ejercen e instituyen. De esta manera, y a través de esta situación, se puede postular la existencia de un “contrato tecnológico” con la llegada del e-gobierno, «[ya que] poniendo entre paréntesis la eficiencia que va en busca de las cosas en sí mismas, así como la institución que se aferra a las cosas socialmente construidas, se puede optar por empezar a hablar de cosas públicas. Vale decir, hacer un tema de interés general el hecho de cómo construimos nuestra convivencia o socialidad con los aparatos» (Yrivarren, 2008: 91-92).

Los modelos canónicos del espacio público no hubiesen podido captar el impacto real de este tipo de innovaciones ya que, como se ha visto, su capacidad de introducir mediaciones es muy pobre y más aún si se toma en cuenta la centralización de lo público que ejercen en los análisis. Los “contratos tecnológicos” no entran, pues, en su rastreo de las conexiones sociales, y con ello todo un conjunto de actores que –refiriéndonos sólo en términos de medios de comunicación- son parte de la esfera pública desde hace bastante tiempo. Queriendo hacer de lo público un escenario donde solo participen actores “sociales” (sean estos instituciones, individuos u organizaciones), los cuales deban limitarse a ciertas formas de interacción, la esfera pública queda en buena parte estática y congelada, cual escenografía inamovible, a merced de un repertorio fijo y mil veces repetido de personajes que, encima, actúan casi el mismo guión en todas las funciones (claro está, con finales divergentes dependiendo de quién dirija la obra).

Los modelos canónicos por lo tanto se resisten a pensar de una manera más plural las innovaciones y aquellos elementos que los aparatos y los medios inscriben y despliegan en sus trayectorias, apoyándose en la “tiranía de los extremos” para hacer efectiva tal resistencia. Un esfuerzo para comenzar a pensar aquellos desde una posición alternativa resulta necesario para, siquiera, comprender los que cambios que han ocurrida en la esfera pública en su actual constitución.

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[1] Estas premisas se comparten sobre todo en perspectivas que, de una manera u otra, tratan de combinar un enfoque sobre la política junto con un enfoque sobre las formas de comunicación en las sociedades modernas.
[2] En aras de la claridad cabe señalar que el término de mediación lo tomó prestado de Bruno Latour. Aquel puede definirse de manera general como «la existencia de un acontecimiento o la intervención de un actor [humano o no-humano] que no puede definirse exactamente por sus datos de entrada y sus datos de salida (…) la mediación excede siempre su condición [causal]» (Latour, 2001c: 366). De lo anterior se sigue, por otro lado, que no solo los medios de comunicación se deben ver como mediadores de la esfera pública sino esencialmente todo actor que participe en ella. Sin embargo, el artículo enfatiza en este tipo de actores debido a que creo que la relevancia de su participación en aquella ha sido y es inversamente proporcional a la comprensión ofrecida hacia los mismos desde una gran parte de las teorías que tratan sobre el estudio de la esfera pública.
[3] El texto de Habermas es por lo demás representativo en lo que se refiere a los “modelo canónicos” de esfera pública debido a que, en gran medida, no sólo implica el desarrollo del modelo consensual-discursivo sino también el liberal-participativo, ya que toma gran parte de sus presupuestos (Marx Ferree, Gamson, Gerhards y Dieter, 2002). Vale mencionar que es por ello, aunque no únicamente, que ha sido criticado por diversos autores neo-marxistas como Nancy Fraser (1997). Por otro lado, es justo remarcar que los postulados de Habermas en torno a la esfera pública moderna fueron en cierta medida reformulados, tal como se puede ver en su libro Facticidad y validez. Sin embargo, este texto no será mencionado por dos razones. Uno, porque Historia y crítica de la opinión pública resulta ser un estudio de tipo histórico (a diferencia de Facticidad y Validez, tan normativo como abstracto), por lo que la utilización del “modelo canónico” es más notoria y abierta a la discusión que se plantea en el presente texto. Dos, porque, en última instancia, los postulados básicos habermasianos siguen en pie en ambos estudios, tanto en el caso del tema de la representación como en el de la comunicación.
[4] Por medios de comunicación de masas Habermas se refiere concretamente (y en oposición a los textos escritos) a la radio, el cine y la televisión.
[5] Al respecto ver el ilustrativo libro Historia de las teorías de los medios de comunicación de Armand Mattelart y Michèle Mattelart (1997), especialmente capítulos 2 y 4.
[6] En el vocabulario filosófico que tiempo después desarrollaría Habermas, lo anterior implicaría que el mundo de la vida institucionalizado desde el cual se genera la esfera pública estaría siendo colonizado por el sistema estatal y mercantil.
[7] Un solo tipo de representación es una “tarea unificadora” en tanto se quiere postular la existencia de sólo un conjunto de actores, relaciones, acciones y consecuencias para lograr la mencionada representación de la opinión pública. Vale señalar, igualmente, que, tal como lo muestra el artículo de Marx Ferree, Gamson, Gerhards y Rucht (2002), a pesar de lo obvio que puede parecer la imposibilidad de esta “tarea unificadora” en la actualidad, de los cuatro modelos de esfera pública que estudian, dos de ellos (el liberal-representativo y el discursivo) postulan abiertamente tal tarea, mientras que los dos restantes (el liberal-participativo y el construccionista) tienen una posición más ambigua en torno a este tema.
[8] A ellos (en su versión de texto escrito, ya sea como novela o como periódico) se les debe, entre otras cosas, la conformación de las naciones decimonónicas europeas como “comunidades imaginadas”, según la consabida formula de Benedict Anderson. La misma y otras formas de utilidad en la conformación de grupos y colectivos se puede ver en el caso de la radio y la televisión. Ver al respecto el libro de Peter Burke y Assa Briggs (2002).
[9] Es debido a esta razón que pensadores como Walter Lippmann y John Dewey (y junto con ellos toda una tradición intelectual de conservadores y liberales) vieron al público como un “fantasma”, cuya presencia, si bien incierta, era posible de detectar en algunas ocasiones (con resultados por lo general negativos para el orden democrático). Ver al respecto, Durham (1997), Dahlgren (2002) y Marres (2005; cap. 2).
[10] Lo cual obviamente no es cierto. Toda forma de comunicación y de representación es, en sí misma, una forma de mediación. Ahora bien, que estas formas de mediación difieran en su grado de movilización de recursos debido a la cantidad de grupos o personas que se quiere captar, ese es un tema totalmente distinto. Ya que se pasa de una cuestión de correspondencia necesaria a uno de escalas, donde lo importante son los medios a utilizar y los resultados que estos obtienen, sin que eso implique la transposición de una entidad sobre otra como en el primer caso.
[11] Que, valdría repetir, no se reducen bajo ningún motivo sólo a los medios de comunicación de masas.
[12] En el caso de las teorías que establecen que la esfera pública es “construida” por los medios de comunicación ocurre lo siguiente: se renuncia parcial o totalmente al primer presupuesto (y, por lo general, se reemplaza “realidad exterior” por “sociedad”), se conserva el segundo, y, en el tercero, donde dice “espejo de la realidad” se coloca “transmisor de discursos”, ya sean estos de tipo hegemónico, subalterno, negociado, etc. Por supuesto, los estudios de este tipo parten por lo general de la pre-condición de que los discursos que estudian (que son construidos socialmente y, por ende, contingentes) son tomados como dados o naturales por la gente expuesta a los mismos. Así pues, tal como señala Latour, «en lugar de imaginar una Mente mítica que configurase la realidad, cincelándola, troceándola, ordenándola, se lleg[a] a la conclusión de que eran los prejuicios, categorías y paradigmas de un grupo de personas en convivencia los que determinaban las representaciones de cada una de ellas». (2001a, 19). Esto explica porqué reemplazan “realidad exterior” por “sociedad”: habría una suerte de ideal emancipatorio que habría que sustentar y transmitir. Y es que “preso” de lo simbólico, el público no se da cuenta (tal como sí lo hace el investigador) a lo que es expuesto como parte de la construcción social de su “realidad” (palabra mil veces entrecomillada cuando se refiere a todos menos al crítico que los estudia). Sobre este y otros aspectos de los estudios sobre la construcción social, ver el excelente libro de Ian Hacking (1999). En el caso –ya señalado- de Habermas, se puede reemplazar, en la primera presuposición, la palabra “realidad exterior” por “consenso públicamente producido”, y, en la tercera, la palabra “espejo” por “habiltador (bueno o malo) de la discusión racional”. En este caso, también, la segunda presuposición se mantiene más o menos igual.

[13] Agradezco a José Manuel Salas el haberme aclarado este punto en torno a la concepción de la comunicación en este tipo de teorías.
[14] La perspectiva de Mcluhan en torno a los medios de comunicación, al menos en sus presupuestos centrales, es muy compatible con la concepción de aquellos como “mediadores”, según se ha expuesto en este artículo. Cómo sino entender la siguiente frase: « Que las tecnologías son una manera de traducir una forma de conocimiento a otra ha sido expresado por Lyman Brysson en la frase “tecnología es explicitación”. (…) Todos los medios de información son metáforas activas en su poder de traducir una experiencia en nuevas formas.» (Mcluhan, 1964: 56). Vale señalar, por otro lado, que cuando habla sobre los “medios” Mcluhan tiene en mente no sólo a los medios de comunicación sino fundamentalmente a todo dispositivo que sirva como una extensión de ciertas capacidades del hombre.
[15] Eso pasa –de manera implícita o explícita- en tres de las cuatro perspectivas sobre la esfera pública contemporánea expuestas por el ya mencionado artículo de Marx Ferree, Gamson, Gerhards y Rucht (2002). En la única donde no se afirma este objetivo es en la postulada por los denominados “construccionistas”, pero ello ocurre dejando de lado el trabajo de mediación y construcción positiva de la opinión pública y del papel de los medios más allá de su capacidad de transmitir discursos. Así pues, toda la retórica en torno al descentramiento y disolución de lo público que parte de la perspectiva construccionista no toma en cuenta -paradójicamente- el hecho mismo de la construcción activa y material de aquello que finalmente se toma como público. Y es que en este caso la comunicación se sigue viendo como un flujo de contenido (discursivo) cuya constitución permanece más o menos estática a pesar de que cambia la materialidad de la manera en que se transmite.
[16] A modo de complemento, me parece que es posible señalar que esta falta de preocupación por las mediaciones en las teorías sobre el espacio público parece partir desde las mismas preguntas que se hacen en torno al funcionamiento del mismo. Es decir, la exclusión del tema no parte tanto del desarrollo teórico o empírico de estas perspectivas, sino más bien del mismo punto de inicio que estas toman para el análisis del espacio público. Así pues no es una conclusión de las distintas investigaciones sino casi un a priori de las mismas. Ver al respecto el artículo ya citado de Marx Ferree, Gamson, Gerhards y Rucht (2002).